miércoles, 15 de diciembre de 2010

Decisión

Mientras buscaba la altura del departamento que iba a ver para alquilar lo vi. Estaba sentado en un bar, casi frente al edificio. ¿Vivirá por acá? Hacía años, muchos, que no lo veía. Estaba igual. Mas flaco. Era mi primer novio. Si, ése que nunca se olvida. Ese que idealizas hasta que te volvés a enamorar.

Nos habíamos conocido en la facultad. En primer año. Éramos compañeros. Me había gustado desde el primer día. Morocho. Alto. Ojos oscuros, intensos, cariñosos y picarones. Una combinación que me podía. A falta de talento deportivo, presumía intelectualidad. Me encantaba. Siempre sabía más que yo. Teníamos la misma edad, 18, éramos del mismo signo y queríamos ser lo mismo. Desde el primer día, también sentí que le gustaba. Sin embargo, nos costaba comunicarnos. Cada vez que por algún motivo terminábamos hablando la conversación era tensa, cargada de expectativas, al menos de mi parte, y eso me ponía mas boluda que de costumbre, y decía todo lo que no quería decir. Me exponía al pedo. Le daba datos innecesarios y explicaciones que no me había pedido. Cuando se terminaba la conversación me quería morir. Confirmaba que de esa manera nunca íbamos a llegar a nada. Así nunca lo iba a seducir. Hasta parecía todo lo contrario.

Pero un día, como si nada, se acerco y me pregunto si quería ir al cine. Antes de que pudiera reflexionar sobre diferentes opciones para responder, mi boca ya había dicho que si. Quedamos en hablar.

Unos 45 minutos después, llegue a mi casa. Me calenté la comida en el microondas. Sonó el teléfono. Era Él.

Nunca imagine que me iba a llamar tan rápido. Empecé con taquicardia. Me puse colorada. “menos mal que no me ve”, pensé. Me transpiraban las manos y le decía cosas que no pasaban por ningún filtro, lo perdía cuando él me hablaba. No había control sobre mis palabras. Salían solas. Fluían. Todos signos de enamoramiento.

Al principio la charla no era muy buena y me di cuenta que a él le pasaba algo parecido. Opte por relajarme entonces y creo que el también. Y así, la cosa empezó a mejorar. La charla se puso buena. Tanto que nos quedamos hasta las tres de la mañana hablando.

El viernes fuimos al cine. Todo era tenso. Estaba pendiente del famoso beso. Necesitaba que “me” pasara para relajar. No me dejaba disfrutar del momento el solo hecho de estar pensando simultáneamente “me gustará, besará bien, le gustaré yo después, yo fumo, él no, eso no está bueno… y bla, bla…”.

Fuimos al cine, tal como estaba planeado.

En la mitad de la película me agarro la mano. Así, sin movernos, sin mirarnos y sin mirar la película, al menos yo nunca supe de que se trató, ni cómo se llamaba, ni nada. Tampoco era importante.

Salimos del cine sin hablar. Siempre de la mano. Él no decía nada, yo tampoco. En una esquina, mientras esperábamos que el semáforo nos habilitara para cruzar la calle, me besó. Justo cuando dejé de esperarlo. Justo cuando deje de pensar. Justo cuando había decidido relajarme. Me besó. Tenía labios carnosos. Boca grande. Y la lengua torpe. La mía también. El primer beso siempre es un poco a los golpes. Las lenguas no se conocen, no saben sus movimientos y si ambos se gustan, seguro, están nerviosas, lo que incrementa enormemente los riesgos de torpezas.

Pero fue un beso dulce y sensual. Muy sensual. Sentí como todo el cuerpo se me aflojaba y a pesar del frio empezaba a transpirar. La polera me molestaba. Nos apretábamos los cuerpos abrigados por sacos, bufandas, pulóveres, camisetas, camisas, y todo lo que el invierno implica, sobre todo cuando no tenés auto.

No nos queríamos despegar. Si no hubiese sido por el frio y el dolor en los labios que se me empezaron a irritar por la humedad y la baja sensación térmica, nos hubiéramos quedado horas petrificados en esa esquina. Y besándonos, claro.

Caminamos sin rumbo varias cuadras. Los dos vivíamos con nuestros viejos. La salida terminaba ahí.

Me acompaño en un taxi hasta mi casa. Otra vez nos besamos largo. Mi cuerpo no me respondía. Se movía, se acurrucaba, se apoyaba, se balanceaba, transpiraba, vibraba. Sentía un amor inconmensurable. Me desbordaba.