domingo, 10 de agosto de 2008

Infanticidia se divierte


Infanticidia detestaba la escuela. Le gustaba el sabor de las aspirinetas, le gustaban los juguetes. Lo bueno de ir a la escuela era que estaba al lado de una juguetería. Cuando salía, miraba por largo rato una Pantera Rosa, ilusionada. Durante años Infanticidia había suplicado que se la regalaran. Y no había caso. Le gustaba también pintar con témperas. Lo malo era que en su familia todos eran ciegos. —Madre, mira qué hermoso retrato —decía ella. Y su tía la retaba: —Eres malvada, Infanticidia. Eres malvada y cruel, pues sabes que soy ciega. Y lo sabes puesto que tú misma has visto cómo los cuervos me arrancaron los ojos. Por más hermosas que fuesen tus pinturas, yo sería incapaz de verlas, puesto que soy ciega. Si el hablarme de algo hermoso, con el conocimiento de mi ceguera, te hace feliz, entonces eres malvada y cruel, pues tus palabras crean en mi mente una representación imaginaria que jamás podré cotejar con la realidad. Una belleza que nunca podré experimentar con mis sentidos. Y en ello radica tu maldad, pues... Cuando Infanticidia se aburría de los sermones de su tía, iba a jugar a la calle. Estar con sus amigos y amigas era como mirar cada vez una película distinta, en colores. Estar con su tía era como mirar siempre la misma serie en blanco y negro. El mismo capítulo. A veces, Infanticidia desaparecía de su casa y no volvía en varios días. A su regreso, era raro que la tía no estuviese enrollada en el ovillo de sus cavilaciones delirantes, en el balanceo repetitivo de su silla mecedora: —... por eso, niña querida y buena, eres malvada y cruel. No por otra cosa. Lo digo ahora y para siempre: no me interesan tus mamarrachos. Ve a mostrárselos a tus hermanitos. O al lobo sediento de sangre que vive en el altillo. O al ogro con cara de chancho que deambula por los jardines. Infanticidia no contestaba. Pasó el tiempo, y ante la sospecha —cada vez más firme— de que jamás le regalarían el juguete que deseaba, ideó un plan con dos de sus amigos. Afectadito era un chico extraño: hablaba poco, dormía poco, y poco le interesaba que lo comprendieran o ayudaran. En cambio, ¢αвєℓℓσѕ ∂є ℓαиα , era una chica extraña: llevaba siempre consigo una araña a la que había amaestrado —según decía— para que tejiera sus redes en varias clases de puntos. Nadie quería a Afectadito, todos querían a Cabellos de Lana. —¿Estamos listos? —dijo Infanticidia. —Estamos —respondieron sus cómplices, y entraron a la juguetería. Afectadito miró fijamente a la cajera; ésta se espantó y se ocultó debajo de un mostrador. Luego miró a otro empleado, que estaba limpiando una vidriera. El empleado corrió hacia el depósito, despavorido. Cabellos de Lana, refinada y delicada, simpática de un modo irresistible, miró fijamente a la dueña. —Listo —dijeron a la vez Cabellos de Lana y Afectadito. La dueña de la juguetería no podía dejar de acariciar los bucles de Cabellos de Lana, ni de apretujar sus redondos cachetes, y nada hizo por evitar que Infanticidia, ya dentro del local, se trepase a una banquito, tomase un muñeco de la Pantera Rosa, y saliera hacia la calle lo más campante. “Mi madre nunca sabrá esto”, se dijo, y tomó otra aspirineta.