martes, 15 de febrero de 2011

Finalmente, días más tarde se concretó el encuentro. Alejo viajó a mi ciudad y nos encontramos a escondidas. Me parecía surrealista y divertido tener que esconderme como una vendedora de cocaína. No entendía que era tan grave salir con un tipo que me manejaba con astucia.

Les dije a mis padres que saldría con amigas y afortunadamente me creyeron. Ese 19 de noviembre Alejo me esperó dentro del auto. Subí en el Twingo rojo y me saludó, me preguntó a dónde quería ir y contesté: “No sé”. Mientras miraba el cielo de aquella noche, sentí que me perforaba con la mirada, giré y lo encontré con sus ojos serios y fijos en mí. Se acercó y me dio un beso, el más dulce que recuerdo.

A continuación, Alejo manejó sin rumbo, mientras me preguntaba reiteradamente si me sentía cómoda y si estaba bien. Por fin, después de media hora, paró el auto: estábamos en la puerta de su departamento de Avellaneda. Confieso que me sentí un poco desubicada, sorprendida, y por qué no, desorientada. No tenía idea de qué estaba haciendo ahí, pero confiaba en ese hombre más que en mi misma y estaba segura de lo que él estaba haciendo. No podía hacerme daño, era mi hermanito.