sábado, 23 de abril de 2011

El reemplazo celestial

Lo primero que quise hacer luego de mi liberación psiquiátrica, a continuación de que alguien decidiera que ya estaba apta para conformar el mundo de los seres vivientes, fue ver a Alejo. Me faltaba su presencia, aunque tan solo fiera cibernética, para estar completamente viva. No me alcanzaba con respirar o escuchar latir a mi corazón, esos jamás fueron signos suficientes de vitalidad. Alejo era un signo suficiente.

Fue hacia octubre de 2004 cuando volví a hablar con él. Lo convencí, le dije que estaba bien, que había mejorado muchísimo, que ya no estaba internada y que quería verlo. Al principio dudó y luego me dijo con soberbia: “Bueno, nos vemos. Pero tengo solo media hora”. No me interesaba. Cuando me viese ese rato iba a convertirse en dos horas, quizás tres. No iba a poder resistirse, nunca pudo. Yo debía manejar una hora para encontrarme con él, estar media hora y volver a manejar otra hora. En conclusión: dos horas arriba del auto para estar treinta minutos con quien yo creía el amor de mi vida. “Suena desparejo, pero las cosas van a salir bien”. Siempre con la estúpida idea de que las cosas van a salir bien, porque cuando se trata de Alejo no hay esfuerzo que no esté dispuesta a hacer para que el resultado sea positivo. “Nos encontramos en Recoleta”, me dijo. Él siempre decide dónde, cuándo y cómo. Henry J. Beans, un restaurante o pub en Recoleta. Le pregunté a Papá cómo ir y le dije que iba a encontrarme con el Innombrable. Agradeció mi sinceridad y me explicó cómo llegar. Papá, cómo te amo. ¿Cómo podés confiar tanto en mí? Supongo que simplemente soy muy buena actriz.
Llegué a Henry J. Beans con el corazón en la boca. Subí al baño, me miré en el espejo: hermosa pero cortada como un fiambre. Me puse un saquito negro con rayas blancas para disimular. “No quiero que sepa que estoy enferma” (como si una prenda pudiera disimular aquello). Al menos esta vez tenía cejas y pelo. Llegó, me encontró, me besó en la mejilla. “Vamos a otro lado”- me dijo. Caminamos hasta un paseo llamado Buenos Aires Design, lleno de negocios de arte y decoración y restaurantes. Nos sentamos en la vereda del Hard Rock Café. No podía creer tenerlo en frente mío después de tanto tiempo. Lo adoraba, lo idolatraba. Era mi Dios y estaba ahí cerca de mí. “Te veo mejor” me dijo. Le agradecí. “¿Seguis medicada?”- preguntó. Le contesté la verdad, que tomaba ansiolíticos y antidepresivos pero que quería dejarlos porque realmente me sentía bien. “¿Seguis con Néstor?”. Sí.
-Y vos Ale, ¿estás de novio?
-Sí.
-¿Cómo se llama? ¿Quién es?
-Se llama Claudia.
-Ah… ¿y qué hace? ¿Hace mucho que están juntos?
-Hace dos meses… pero, ¿por qué no le preguntas a ella mejor?
-¿Cómo?
-Mirá, ahí viene.
Lo miré a Alejo, azorada, y después vi venir a una mujer rubia, que caminaba como una bailarina, y se acercaba cada vez más a nuestra mesa. Vi que el le sonreía mientras la desvestía con la mirada. Volví a mirarla a ella. Alejo se levantó: “Claudia, ella es Cielo. ¿Viste? Acá está, tanto que querías conocerla. Ahora te podés quedar tranquila”.

Sí. Fue todo una trampa. Alejo me citó para que su novia no lo celara. Ya me imagino esa conversación: “no podés estar celosa de ese desastre que es Cielo. Está toda cortada, pesa cuarenta kilos y está completamente loca”. Ella seguramente hizo caso omiso y habrá dicho: “hasta que no la conozca no voy a quedarme tranquila”.

Claudia me saludó con un beso. Yo me quedé mirando, atónita. Él le dio un beso en la boca. Mis ojos se abrían a la vez que mi garganta se cerraba. Claudia compartió la mesa con nosotros: “Bueno gordo, al final se hizo tarde para ir al cine”- dijo. ¿Cómo pudo hacerme eso? ¿Estaba soñando? ¿Era acaso verdad? Estaba sentada a la mesa con Alejo, el hombre por el que me quité la vida y su nueva novia, mi reemplazo. ¡Y me estaba reemplazando delante de mis narices!

Pedí disculpas y fui al baño del bar con mi cartera. Me temblaban las manos. Se me caían de los ojos lágrimas de odio, de pasión desenfrenada, de celos, de impotencia, de no poder creer que lo que me estaba pasando. No quería darles el gusto de que me vieran llorar. Busqué desesperada con mis manos temblorosas dentro de mi cartera. ¡Maldición! No estaba. Seguí buscando: “estoy segura de que tengo uno”. Lo encontré finalmente: un sacapuntas recién comprado, filoso como ninguna otra cosa. Temblando pero ya suspirando por el alivio que iba a sentir a continuación, extraje con las uñas los pequeños tornillos .Y me corté los brazos una veintena de veces, con dolor (no del metal en mi piel sino el del reemplazo) y placer.

Las mujeres que estaban en el baño me miraban extrañadas, algunas horrorizadas corrían a la puerta. Terminé de cortarme y me sentí mucho más calmada. Volví a ponerme el saco y salí, no sin antes retocarme la cara con rubor y rímel. Claudia y Alejo charlaban entretenidos de cosas que yo no entendía; no me incluían en la conversación y me sentía de más en mi propia cita. Tomé mi taza de café y al hacerlo, se corrió la manga del saco que ya no era blanco y negro, sino bordó y negro. La sangre salía sin parar, a borbotones, aunque me había cubierto de papel higiénico. Una gota manchó la mesa.“¿Cielo qué te hiciste?”- preguntó Alejo.

La estúpida de Claudia miraba con ojos celestes y freezados.

Nada ¿de qué hablas?”- contesté y a continuación me saqué con un gesto rápido el saco para dejar al descubierto mis heridas y mi sangre. Claudia abrió mucho los ojos y luego miró hacia abajo (quizás arrepentida del show que habían armado). “Veo que estás mucho mejor”- me dijo él con ironía. “Sí, muchas gracias por preocuparte”- contesté con cierta frivolidad. Después de unos minutos se levantó para ir al baño y quedamos ella y yo solas en la mesa. Ella me hablaba, como si no tuviera los brazos cortados y diez kilos de menos, como si fuéramos amigas o compañeras de algo. Me hablaba como si no estuviera ocupando mi lugar, haciéndole el amor al amor de mi vida, destruyendo mi alma y mi salud mental. Hablamos de cine, me dijo que querían ir a ver una película porque a él le gustaba, pero que a ella no tanto. ¡¿Qué podés saber de Alejo vos que lo conoces hace un mes?! ¿Qué podés saber pedazo de estúpida? Nadie sabe más de él que yo… pero sos mi reemplazo… y sos rubia, tenés ojos celestes, sos médica, tenés treinta años. Yo no soy nadie y estoy sangrando demasiado.

Alejo volvió, se dieron otro beso en la boca. Yo no podía hacer nada más que quedarme callada, mirando al vacío. Unas palabras terminaron de destruir lo poco de digno que quedaba en mí: “Gordo, vamos yendo porque llegamos tarde al cine”. Ahora sí, por favor, ¡mozo! Cianuro on the rocks. Muchísimas gracias y buena vida. “Llamá a tu papá y decile que estás yendo para tu casa”- me pidió él. Que quede claro: no me pidió eso porque se preocupaba por mí, sino porque sabía que iba a intentar matarme después de semejante escena tragicómica, donde él era el actor principal, su pareja la estrella invitada y yo una simple iluminadora. -No pienso llamar a nadie.-Vamos, hacelo… de lo contrario me quedo preocupado. “Dale Cielo, llamá”. ¡La estúpida, la usurpadora, la reemplazante me dijo “dale Cielo llamá”! ¡¿QUÉ ES ESTO?! ¿QUIÉN SOS PARA PREOCUPARTE O INTENTAR HACERTE CARGO? ¡SIQUIERA PARA DIRIGIRME LA PALABRA! Reemplazante de cuarta… ¿Cómo podés siquiera dirigirme la palabra? Que Claudia me lo pidiese fue demasiado. Dije que iba a quedarme tomando algo y que no iba a irme hasta que ellos se fueran. “Bueno, nosotros nos vamos”- dijo Alejo y el eco repitió la frase. Claudia me besó en el cachete y me dijo: “un gusto”. Alejo hizo lo mismo, pero sin gustos. Solo repitió: “Dale, llamá, por favor”. Le contesté que por favor se fuera porque se le hacía tarde para el cine. Él nunca entendió lo que era para mí volver a verlo después de una interminable espera que incluyó intento de suicidio e internación. Nunca lo entendió y esa noche menos que nunca. ¿Cómo pudo hacerme eso? ¿Cómo pudo llevarla? Habían caminado ya una cuadra y yo seguía sentada a la mesa, esperando que me cayera un helicóptero encima o me decapitara por casualidad un verdugo, cuando de repente alguien me tocó el hombro. Era él. Miré para atrás, Claudia esperaba lejos.-Por favor, si no lo hacés por vos hacelo por mí (¡la historia de mi vida!). Llamá a tus padres.-No- le dije, mientras ingería un antidepresivo.
-¿Qué tomaste?-Un Aropax. Lo necesito después de esto.-Te dije que estaba de novio.-Sí, pero no que ibas a traerla a sentarse con nosotros.-“No me hagas llamar a tus padres, por favor”. Entonces tomé mi celular y llamé a Papá: “Papi, estoy volviendo”. “Ahora me quedo más tranquilo”- me dijo también que me quería mucho, me abrazó, y se fue de la mano con mi reemplazo.

Me quedé más de quince minutos llorando en aquella mesa. A continuación me levanté, fui al baño, me sequé la sangre y las lágrimas y caminé hacia donde creía que estaba mi auto. Pero estaba completamente perdida. Había olvidado dónde estaba, qué día era, dónde había dejado el auto. Media hora después llamó Papá: “Cielo ¿ya estás llegando?”. Le dije, llorando, que no encontraba el auto. Me contestó que no me desesperara, no sé qué otra cosa me podría haber respondido. Me senté en la vereda y fumé un cigarrillo. Caminé sin rumbo por lo menos veinte cuadras, a veces en circulo y a veces sin ningún sentido, hasta que lo encontré. Me subí, lloré hasta calmarme y manejé intentando no quedarme dormida después de haber ingerido la pastillita de la felicidad.